La realidad nos ha entregado, en los últimos treinta años, un extraordinario caso de estudio: el surgimiento de una nueva industria en el seno de una sociedad que hace todo lo posible por negarla. O más aún: se anima al absurdo experimento de frenar la locomotora soplando en contra. Imposible. Durante mis cuarenta años de comunicador en temas agropecuarios, he asistido a mil intentos voluntaristas para planificar la economía, “orientar los recursos”, decidir qué sectores sí y cuáles no. Al campo y la agroindustria nunca le tocó el favor del Príncipe. Fuimos galvanizando creaciones intelectuales para darle fundamento a la continua transferencia de ingresos, genuinos y competitivos, del sector agropecuario. “Políticas anticíclicas”, “redistribución del ingreso”, “deterioro de los términos de intercambio”, “renta de recursos naturales”, “enfermedad holandesa”, etc, aparecen en los textos de las facultades de economía. Mientras tanto, Economía Agraria sigue siendo una materia optativa. No es raro, entonces, que encumbrados economistas (y no de la novata línea K) hayan llegado a decir que “la Argentina exporta basura”. Claro, leyeron en el nomenclador arancelario que el principal rubro de exportación del país es un “residuo de la industria alimenticia”. Sí, así figuran los pellets de harina de soja fruto del crushing. Embarques por 20.000 millones de dólares, el 25% del total… Pero la realidad es la única verdad. A pesar de la negación y del viento de proa de las malas políticas, la agroindustria se abrió paso en las ruinas de los infructuosos esfuerzos planificadores. La Región Centro emerge potente, mientras el eje Matanza-Riachuelo subraya su impotencia con gruesos trazos de evidencias. La agroindustria sojera fue una respuesta espontánea a las señales de los mercados. China, en 1996, no importaba soja. Producían y consumían 15 millones de toneladas. Y sus planificadores decían que se iban a autoabastecer… Hoy importan más de 50, por 30.000 millones de dólares. Argentina producía por entonces 15 millones de toneladas, todo para el mercado internacional. Pero llegó la soja RR y se aceleró la expansión. La industria procesadora imaginó el aluvión y se preparó para atajarlo con enormes inversiones en crushing. La desregulación portuaria facilitó la construcción de puertos y dio lugar a la obra de dragado más grande de la historia a nivel mundial: llevar la hidrovía del Paraná a 36 pies. Lo hizo el sector privado, con escasa o nula participación del Estado. Lo pagan los productores con un descuento por su mercadería, pero un descuento mucho menor que el que sufría en tiempos del Estado totipotente con sus puertos “sucios” y enormes costos de transacción. Así, la capacidad de molienda pasó de 70.000 toneladas/día en 1999, a las actuales 200.000. Más el agregado de valor continuo hasta llegar al biodiesel, la etapa superior de la soja. Distintos programas económicos, distintos gobiernos, turbulencias de todo tipo. Ningún plan. Sólo huida continua hacia adelante, donde, se sentía, estaban los clientes. Ahora viene la era del maíz, que será la estrella del crecimiento espontáneo. Bastan pequeñas señales para que la rueda arranque con vigor. La señal de la crisis energética global, amplificada en la Argentina por la impericia intrínseca de la planificación criolla, impulsa ahora la era del etanol. Ya está en marcha el primer gran proyecto, el de Bio4 en Río Cuarto, que arrancó hace un mes y ya hizo sus primeras entregas. Hay diez proyectos más en puerto, listos para zarpar. Un buen marinero sabe que se puede navegar con cualquier viento, incluso con el que viene de frente. Pero sabe también que cualquier viento es malo para el que navega sin rumbo. No hacen falta planes. Simplemente, un rumbo.
Por Héctor Huergo – Clarin