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Bajar la inflación es prioridad, pero sin dañar la producción

Es imperioso que una de las metas prioritarias del Gobierno sea bajar la inflación, que más allá del dato de febrero que mostró un declive con respecto a enero, sigue siendo extremadamente elevada y acumula en los últimos 12 meses un 276% de alza según los datos oficiales del Indec. Posiblemente, ese número siga acercándose al 300% en marzo.
Los efectos de esa carrera alocada de precios son devastadores. Los más sensibles están vinculados a la rápida sumisión de argentinos debajo de la línea de pobreza, cuando hoy ya casi la mitad del país está en esa condición. Pero además, un proceso de esas características hace muy complejo el normal desarrollo de la actividad económica. No hay referencias estáticas para los agentes que transaccionan todos los días. Y no hace falta imaginar grandes actores de la economía, sino incluso para el consumidor, que ya perdió cualquier noción de lo que realmente valen los bienes y servicios. Cualquier precio hoy parece verosímil; y eso es una clara señal de alerta máxima en la economía de un país.
Por eso que el presidente Javier Milei insista con el tema es en primer lugar acertado y necesario. Hay que provocar un efecto lo más rápido posible para desacelerar el envión, teniendo siempre en cuenta que la inercia demora los efectos positivos. Nunca un proceso inflacionario se resuelve de un día para el otro. Menos en un país con la historia inflacionaria de Argentina, donde la escalada de precios se naturalizó durante décadas y hay todo un desarrollo de actitud preventiva en quienes tienen la posibilidad de trasladar precios que retroalimenta el proceso, más allá de las cuestiones estructurales de fondo. Sobre lo primero, el Gobierno, y en particular su ministro de Economía, también parece haber puesto ahora el foco.
Pero en ese paso, un anuncio como el de liberar trabas y aranceles a la importación en alimentos y medicamentos puede parecer razonable a simple vista. Pero la realidad es compleja.
Vale la pena advertir que si ese anuncio se lleva adelante sin hacer sintonía fina puede provocar severas consecuencias en cadenas productivas claves del país. Sólo por mencionar algunas: la del cerdo o la láctea.
El Gobierno tiene claro que la producción en en el país se lleva adelante a pesar de la fuerte mochila impositiva que recae sobre el sector. El propio Presidente lo remarcó la semana pasada en Expoagro cuando dijo que “los productores agropecuarios argentinos son los mejores del mundo porque hacen lo que hacen a pesar de la enorme presión tributaria que sufren”.
Por eso sería un contrasentido que la decisión sea solamente mejorar las condiciones de la importación y dejar a las cadenas productivas propias con la mochila tributaria cargada. Eso provocaría claramente una pérdida de competitividad con deriva peligrosa hacia adelante. Aliviar la importación y mantener la carga a la producción argentina no parece una posición que apunte al crecimiento y desarrollo de un sector estratégico. La Argentina es, por definición, un país productor de alimentos.
Naturalmente, tomando el difícil contexto económico y conociendo que otra meta central de la gestión es equilibrar las cuentas fiscales, bajar impuestos hoy iría contra ese objetivo. Sin embargo, no hacerlo y alentar las importaciones podría provocar una severa caída recaudatoria por el daño en el tejido productivo que no reclama más que igualdad de condiciones para competir. Su capacidad ya está largamente probada.
Por último, también es relevante no imitar medidas que provocaron daños en el mismo sector en el pasado, como la creación de dólares especiales que sólo distorsionaron el mercado y aumentaron costos de quienes agregan valor a la materia prima.